HacE unas décadas, los escritores hispanoamericanos que partían a hacer las Europas se encontraban con una suerte de extrañamiento -bendito extrañamiento, es cierto- respecto al mundo que los acogía. De alguna manera, aquellas sociedades más abiertas y plurales, con más conciencia en muchos casos, eran el caldo nutricio para sus especulaciones literarias, sociales y filosóficas, para definir sus posiciones y afincar mejor sus ideas (o abjurar de ellas), pero casi nunca para generar literatura, pues la gran mayoría de novelas y cuentos escritos por aquel entonces seguían alimentándose de lo que se dejó al otro lado del charco: pesadillas, demonios y fantasmas que habían viajado con ellos y no pudieron ser quemados, junto con las naves, como tal vez supusieron. Esos escritores e intelectuales eran algo así como la avanzadilla de una inmigración más bien estudiantil y artística que, en el fondo, resultaba fácilmente soluble en la sociedad que los adoptaba. De alguna manera esas novelas y esos cuentos, esos ensayos y esos manifiestos, representaban con resuelta contundencia a aquellos escasos inmigrantes, tanto en lo que pensaban como en lo que soñaban: aquellas historias les contaban cosas acerca de la patria lejana, les hablaban con su propia voz de una realidad preterida y no obstante siempre presente. Así, muchos lectores de un lado y otro del Atlántico, los que se fueron y los que se quedaron, se sentían bastante bien retratados en aquellas ficciones.
Ese vacío ficcional del país que representa una gran comunidad inmigrante lo llenarán los escritores que nazcan debido a ella
Serán esos escritores los que darán un vuelco a la tópica y algo anquilosada concepción nacional de la literatura
De eso, sin embargo, ha pasado mucho tiempo. España, Estados Unidos y Francia, fundamentalmente, siguen siendo los destinos "naturales" de muchos escritores hispanoamericanos, pero también son los destinos subterráneos de una poderosa e imparable corriente migratoria en la que ahora parecen disolverse las voces de los escritores que llegan junto con ella y que ya difícilmente la representan, como si los escritores que vivimos actualmente en Europa o en Estados Unidos apenas tuviéramos nada que contar respecto a la inmigración. Y ello pese a que muchos de los nuevos escritores que llegan a España o Estados Unidos, a Francia o Italia, se han visto forzados, no por razones políticas sino más bien económicas -o sea, rabiosamente políticas- a emigrar. Sin la aureola de prestigio que supone el exilio político ni el crédito de la inmigración académica, escritores mexicanos, bolivianos, peruanos, se buscan la vida en los mismos trabajos que gran parte de sus paisanos y se instalan así en idéntica situación que ellos. Pero no obstante, las historias que escriben, sus cuentos y novelas, poco o casi nada tiene que ver con ese nuevo panorama en el que se han instalado más o menos forzosamente. Es cierto que no en todos los casos y que hay una cierta cantidad de novelas que recogen la experiencia cotidiana, pero de ninguna manera parece ser por el momento la pauta. En España, para el peruano Fernando Iwasaki, el ecuatoriano Leonardo Valencia, el colombiano Juan Gabriel Vázquez o el chileno Carlos Franz -todos ellos afincados aquí desde hace varios años- no parece aún ser el motivo principal de su literatura -que no de sus reflexiones- la inmigración y sus meandros, incluso en el caso del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez que tiene una novela estupenda (Una tarde con campanas) donde se perfila esta situación. Supongo que los escritores tardamos mucho más en deglutir las experiencias vitales hasta que por fin se convierten en motivo literario y reclaman su derecho a la existencia. La inmigración puede así resultar un tema literariamente poco maduro, aunque ello de ninguna manera signifique que como fenómeno social lo sea.
Para muchos escritores que arribamos a España en los duros años noventa y en adelante, los temas narrativos siguen diagnosticando, a veces con inevitable nostalgia, las sociedades de las que provenimos. Pero quizá ya no de una manera tan entrópica como antes, ni tan solemne ni tan enfáticamente vernácula, como si ahora fuera necesario cargar las tintas en lo que nos vincula más que en lo que nos diferencia, hoy que el mundo parece en muchos aspectos tan idéntico a sí mismo desde Bangkok hasta México DF, y desde Santiago de Chile hasta Londres. Y sin embargo creo que persiste en nosotros una turbia sensación de no pertenencia a ningún hábitat específico, pues para los de allá somos foráneos casi tanto como para los de aquí.
Ahora bien, si esa sensación era más o menos esperable, evidente y claramente inserta en la tradición de los escritores del exilio, hoy por hoy resulta mucho más enfática y dramática, habida cuenta de que la inmigración ha logrado instalarse de manera brutal como un país más dentro de otro país, un país nómada, casi clandestino en muchos casos, que empieza a luchar y a ser tomado en cuenta en la sociedad que lo acoge y que reclama a sus fabuladores. Ese país con sus propias coordenadas invisibles, con sus miserias, penurias y alegrías, con su forma de hablar y de posicionarse frente al mundo, que se puede ver al trasluz de la vida cotidiana, está ya aquí. Como ocurrió y sigue ocurriendo en países como Estados Unidos o Inglaterra, con un recorrido más largo de migración, ese vacío ficcional del país sin fronteras que representa una gran comunidad inmigrante parece que lo llenarán no los escritores que vengan junto con ella, sino los que nazcan debido a ella. Serán esos escritores los que darán un vuelco profundo a la tópica y algo anquilosada concepción nacional de la literatura: serán escritores no ya de dos mundos, como les ha tocado ser a los novelistas que viven actualmente fuera de sus países, en eso que algunos persisten en llamar "exilio", sino que serán -permítanme la cursilería- escritores del mundo.
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